¡Acaba ya!

Recuerdo que no hace tanto debatíamos (aunque no he sido capaz de encontrar dónde, ¿alguien me ayuda?) la conveniencia de tener todo el tiempo del mundo para escribir, o de verse atado a un contrato editorial que te compromete a poner manos a la obra e ir sacando material fuera. La mayoría de los participantes estaban de acuerdo en que el autor debería tomarse todo el tiempo que necesite para acabar su obra.

Sin embargo, también estábamos todos de acuerdo poco después, al decidir que no merece la pena estar corrigiendo un texto hasta el infinito.

Daniel Sada, Premio Herralde 2008, lo confirma:

Me regocija mucho estar corrigiendo. Si no me quitan el texto de la mano lo corregiré al infinito.

Lo cuenta en esta entrevista, donde también nos confirma los postulados que discutíamos hace un par de semanas sobre las bases de la prosa de Frank McCourt:

Yo no me guío por los temas; los temas no hacen literatura. Puedo generar la mejor historia del mundo, pero si no tengo definido el punto de vista, no resulta nada bueno.

Así que ahí tenéis otra de las ventajas de tener un editor que te arranque el manuscrito de las manos: te da la libertad de empezar el siguiente.

Los clásicos

Este también pasa de aviones y moderneces y sólo lee clásicos.

Estaréis hartos de oírme decir que soy más de clásicos. Habría que precisar que los clásicos a los que me refiero son bastante recientes. La mayoría de mis lecturas se pueden emplazar en un margen de unos setenta años entre finales del siglo XIX y mediados del XX. Rara vez me atrevo a ir más atrás, por miedo a verme sobrepasado por la distancia sociocultural o meramente lingüística. Así, por ejemplo, me encantó Shakespeare cuando lo leí en la facultad, pero después no me he atrevido a retomarlo y lo sigo posponiendo. Lo más antiguo que he leído debe ser «Lisístrata«, que me pareció un poco aburrida pero cuyo juramento de castidad («… no elevaré mis piernas hacia el cielo…») aún me hace reír cada vez que me acuerdo.

Una de mis blogueras favoritas escribía hace pocos meses:

No creo que sea tan importante leer clásicos. Al fin y al cabo, si se leían en su época es porque no había nada mejor. Leo para divertirme. No leo para culturizarme, ni para ser mejor persona, ni para tener de qué hablar en los círculos gafapastiles. Leo para divertirme. Esto quiere decir que la elección de mis lecturas está determinada por un criterio básico: que me entretengan.

Personalmente, discrepo. Primero, porque no todo lo que se leía en su época habrá llegado hasta nosotros. Los textos menos interesantes, por dejadez de sus propietarios y a falta de más copias, se habrán perdido por el camino e incluso con algo de mala suerte los más interesantes, por audaces o críticos, se habrán ido perdiendo en las diversas quemas a lo largo de la historia, en monasterios medievales, cazas de brujas o campañas nazis. Del propio Aristófanes se estima que sobreviven menos de una cuarta parte de sus obras (que dicho sea de paso no se leían, sino que se veían representadas). Los clásicos que hayan llegado hasta nosotros no serán todo lo que hubo, pero es lo único que tenemos.

Y segundo, discrepo también porque los clásicos entretienen de diversas formas. Provienen de distintas épocas y culturas, así que meterlos todos en el mismo saco es un atrevimiento. A mí los clásicos siempre me resultan curiosos por una razón u otra. A veces descubres cuán temprana es una idea determinada (el gesto obsceno de levantar el dedo corazón data al menos del siglo V a.C.), o lo pronto que nació un cliché que hoy vemos repetido hasta la saciedad, bien sea una crítica a la monarquía o el mito vampírico. Otras veces descubres los significados que ciertas palabras tenían en otras épocas y, al verlas usadas en otros contextos, deduces cómo han llegado a adquirir su sentido actual. A menudo, simplemente, observas cómo vivía la gente en otros tiempos, como si de un «Gran Hermano» interdimensional se tratase. Todo eso me resulta de lo más entretenido.

Como escritores, además, tenemos cierto compromiso con la tradición literaria. Por ejemplo, la novela en que estoy trabajando describe un universo totalmente nuevo, así que, para «documentarme», añadí a mi cola de lecturas títulos como «Alicia en el país de las maravillas» o «Los viajes de Gulliver«. Este último, que ando leyendo estos días, me imponía cierto respeto porque se publicó en 1726 y dudaba mucho que tuviera algo que aportarme. Al contrario, me sorprendió descubrir la cantidad de temas que abarca. Estoy dando los últimos toques a una obra de teatro protagonizada por personajes de distintos tamaños (imaginad un «Cariño, he encogido a los niños» a la andaluza, para que os hagáis una idea), y no tengo chiste sobre tallas que Jonathan Swift no haya cubierto ya en sus «viajes» a Lilliput y Brobdingang. Más aún, sus ácidas críticas a los sistemas de gobierno occidentales son tan válidas hoy como lo eran hace casi trescientos años.

Total, que cuando Bloguzz me ofreció participar en la promoción de la nueva colección de RBA Los clásicos de Grecia y Roma pensé ¿quién dijo miedo? Contiene al amigo Aristófanes para que no se sigan perdiendo sus obras, al siempre citado y versionado Homero, las entretenidas fábulas de Esopo y así hasta 150 volúmenes. Los primeros ya están en mi buzón y pienso ponerlos no sólo como decoración en el estante sino también en la lista de espera. ¿Por cuál me recomendáis que empiece? ¿O por cuál empezarías tú?

El valor del esfuerzo

Allá donde dije que las ideas no valen nada… por sí solas, añadí que es el trabajo lo que les da su sentido. El mismo día publicaba el Guionista Hastiado en Bloguionistas una idea parecida al respecto de su visionado de la nueva película Lope. Prefiero no extraer ninguna cita e invitaros a que leáis el texto completo, va mejorando conforme avanza.

Todo el mundo sabe escribir

¡Que levante la mano el que se crea escritor!

Ayer lo dije: todo el mundo cree que sabe escribir. Los que saben manejar una cámara. Los que saben coger un lápiz. Los que saben dirigir a sus actores. Los que saben programar una máquina. Si saben hacer todas esas cosas tan técnicas y complicadas, ¿qué más necesitan para escribir una peli, un cómic, una obra de teatro, un juego? Ya lo decía Brenda Ueland, ¡todo el mundo tiene algo que contar!

Cierto es que existen muchos creadores capaces de crear sus propias historias. A todos nos vienen a la cabeza nombres de directores de cine o creadores de cómics y no voy a hacer una lista. El problema es que todo el mundo quiere ser un autor de esos… y esa se convierte en otra de las razones por las que se publican tantos trabajos mediocres. Si queréis trabajar escribiendo audiovisual, es una de las dificultades a las que deberéis enfrentaros: el menosprecio de ciertos «profesionales» del sector que piensan que escribir «lo hace cualquiera».

Este tema, entre otros muchos, los discute nuestro primer entrevistado ever del taller, un reputado comiquero cuyas palabras cruzarán estas páginas dentro de muy pocos días… y hasta aquí puede leer.

Pero con esto nos desviamos tanto del tema de los videouegos que hemos vuelto a las generalidades habituales de nuestro polifacético blog. Espero que la somera introducción de esta semana haya sido de vuestro interés. Tendremos oportunidad de ir profundizando. En los próximos días nos pondremos al día con algunas noticias que han ido apareciendo por la web, y a continuación tendremos la citada entrevista. ¡Seguid atentos!

El valor de las ideas

Las ideas no valen nada. La mitad de la gente dirá que a ellos nunca se les ocurriría una película, una novela, un juego. La otra mitad están llenos de ideas… y media humanidad es mucha gente. Si el oro o los diamantes tienen tanto valor por su escasez, por la misma regla de tres las ideas no valen nada porque ideas nunca faltan. Si acaso sobran.

Y si hay tantas ideas (buenas, se entiende), ¿por qué hay tantas malas películas, tanta literatura mediocre, tanto videojuego de argumento manido? Porque lo difícil es llevar una buena idea a buen puerto. ¿Cuántos trailers prometedores esconden películas aburridas? ¿Cuántas solapas interesantes encuadernan mala literatura? Una buena sinopsis no garantiza una buena historia, y es que del dicho al hecho, amigos y amigas, hay un trecho. Quien quiere ser buen escritor debe probar su valía a través de una novela completa (bueno, o colección de cuentos). También por eso tantos aspirantes a guionista dirigen sus propios cortos. Y del mismo modo, quienes quieren escribir videojuegos deben crear sus propios juegos.

Porque sólo de esa manera demostrarán que no sólo tienen una buena idea, sino que además saben qué hacer con ella: cómo la integran en un entorno jugable, cómo  manejan la interactividad del medio, cómo definen las voces de sus personajes y el aspecto visual que acompañará a su mundo.

En teoría, esas son tareas para los programadores, los diseñadores gráficos, los dobladores y demás. Y en la práctica del mundo profesional es así. Pero tal como está el mundillo, para entrar a ese mercado antes tendrás que demostrar que has sabido integrar tu trabajo dentro de todos esos aspectos, en definitiva: que conoces el medio.

La única forma de hacerlo es aprender otras disciplinas que te permitan, si no hacer todo el trabajo tú solo, al menos sí ser capaz de desarrollar buena parte del entramado técnico. Como llevamos diciendo toda la semana, los elementos de un videojuego están íntimamente relacionados, y cuantos más explores, mejor conocerás cómo se relacionan entre sí y más coherente será el resultado. Y sobre todo, cuanto más trabajo seas capaz de abarcar, más interesante será para otros trabajar contigo. Si quieres rodearte de un equipo de grafistas, músicos o programadores que te ayuden a realizar tu proyecto, necesitarás tener algo que ofrecerles más allá de «una idea». Cuantos más conocimientos y habilidades aportes, más probabilidades tendrás de que gente seria te tome en serio y se anime a colaborar contigo.

Ten en cuenta que no hace falta empezar de cero: existen multitud de motores diseñados para ayudarte a crear tus juegos. Ante mi ignorancia en este punto, cedo la palabra al amigo David García «Xander» que nos sugiere unos cuantos:

Los más famosos son Renpy, RPG Maker y GameMaker (y uno para hacer juegos de lucha, pero no creo que ese interese para escribir ;-). Mucha gente hace juegos en Flash. Luego está la posibilidad de hacer MODs de juegos de PC. Básicamente hay compañías que liberan el kit de desarrollo de sus juegos para que los usuarios puedan modificarlos o incluso crear juegos completamente nuevos. Por ejemplo, el de Valve con el motor Source de «Half-Life» o BioWare con las herramientas de «Neverwinter Nights 2». Este último es muy famoso, es fácil de usar y, como es de un RPG occidental, viene muy bien para practicar escritura. También está el reciente «Dragon Age», también de BioWare, que incluso te permite hacer cinemáticas, aunque bastante limitadas. Luego en shooters están las herramientas de juegos como «Gears of War», «Crisis» o «FarCry 3». Incluso «StarCraft 2» ha sacado su kit y tengo entendido que se pueden hacer virguerías con él, incluso cambiar de género y hacer un juego de acción en vez de uno de estrategia, por ejemplo. Vamos, que hay donde elegir.

Lo he dicho antes, hay que trabajar duro. Muchos aficionados piensan que es fácil: yo escribo, el otro dibuja, aquel programa, etc. En la práctica, esto nunca funciona, porque los grafistas y programadores preferirán trabajar sobre sus propias ideas y dirigir sus propios proyectos. Y aquí va una de esas grandes verdades que hace tan difícil el trabajo de un profesional del guión audiovisual:

Todo el mundo cree que sabe escribir.

Y si no me creéis, os lo cuento en la próxima.

¿Qué se escribe en un videojuego?

La gente de Extra Credits tiene algo que decir al respecto:

¿Qué abarca la escritura de un videojuego? Abarca lo que los personajes dicen en las cinemáticas y las cajas de diálogo;  las frases que gritan en los combates; la cháchara que se puede oír de fondo al pasar; las palabras que aparecen en los menús y en las pantallas de carga; los textos de ambientación que describen armas o equipo o bases alienígenas… Vamos, que hay que escribir un montón de cosas. Pero os diré lo que no forma parte de la escritura: el concepto general, la idea detrás del juego. Poquísimos juegos parten de una historia perfectamente hilvanada que el desarrollador necesita contar; menos aún, de un guión terminado.

El escritor no decide el concepto del juego porque en la mayoría de los casos, será el diseñador quien idee y decida la mecánica, , la ambientación y, seguramente, los rasgos más importantes de la historia y los personajes. Es decir, que el equipo de diseño ya ha empezado a escribir la historia (como cuando en Hollywood un productor decide realizar un remake, aprovechar una marca o continuar una franquicia y, una vez decidida la película, se contrata al guionista). El escritor forma parte de un equipo enorme (de hecho el vídeo repasa acertadamente las limitaciones del autor dentro del engranaje de la industria), pero del trabajo en equipo hablaremos mañana. El problema al que se enfrentan hoy los videojuegos es más amplio: definir cómo pueden contar historias.

Los juegos no pueden contar su historia mediante segmentos jugables inconexos hilvanados mediante cinemáticas. Los juegos deben contar su historia a través de su jugabilidad. La narrativa debería permear cada textura e integrarse en cada aspecto del mundo de juego. Debería hacerse evidente en los menús, la interfaz de usuario y las pantallas de carga. Pero sobre todo debería utilizar la propia mecánica del juego. La mecánica debería mostrar quiénes son los personajes y reforzar la trama. Debería, digámoslo así, sintonizar al jugador con su personaje y permitirle explorar su abanico de acciones.

Y digo yo, ¿no contradice eso lo que nos han dicho el principio? Si un escritor no decide la idea general de un juego ni su mecánica, ¿cómo puede narrar utilizándola?

Pues esa es la pregunta.

¿Hay una historia?

«El Profesor«, de Frank McCourt, capítulo 14.

La clase comenta un poema («My Papa’s Waltz» de Theodore Roethke). Una estudiante llamada Ann toma la palabra.

El Profesor, de Frank McCourt
El Profesor, de Frank McCourt

Quizá sí, señor McCourt, pero hay que tener cuidado. Si dice uno algo negativo sobre lo que sea, los profesores se lo toman como algo personal y se enfadan. Mi hermana tuvo un problema con un profesor de inglés en Cornell por la interpretación que ella le daba a un soneto de Shakespeare. Él dijo que estaba totalmente equivocada, y ella dijo que un soneto se puede leer de cien formas diferentes, si no no verías mil libros de crítica shakesperiana en las bibliotecas, y él se cabreó y le dijo que la vería en su oficina. Ahí fue más amable y ella cedió y dijo que a lo mejor llevaba él razón y se fueron a cenar a Ithaca y yo me cabreé con ella por echarse atrás tan fácilmente. Ahora apenas nos devolvemos el saludo.

¿Por qué no escribes sobre eso, Ann? Es una historia peculiar, tu hermana y tú dejando de hablaros por un soneto de Shakespeare.

Podría, pero tendría que explicar todo el rollo del soneto, lo que él dijo, lo que ella dijo, y como no me gusta analizar significados y ella tampoco me habla, pues no tengo la historia completa.

¿David?

Invéntatelo. Aquí tenemos tres personajes: Ann, su hermana y el profesor, y luego está el soneto que causa todo el problema. ¡Puedes hacer lo que quieras con ese soneto! Cambia los nombres, aléjate del soneto, di que es una pelea enorme por «My Papa’s Waltz», y cuando te quieras dar cuenta tienes una historia que alguien quiere convertir en película.

¿Jonathan?

Sin ánimo de ofender, no se me ocurre nada más aburrido que una historia sobre una universitaria discutiendo un soneto con un profesor. Es que joder, perdón, con las cosas que pasan en el mundo, gente que pasa hambre y todo eso, y estos no tienen otra cosa mejor que hacer que discutir por un poema. Yo desde luego no compraría esa historia y no iría a ver la película ni aunque invitaran a toda mi familia.

¿Quién lleva razón?