¡Acaba ya!

Recuerdo que no hace tanto debatíamos (aunque no he sido capaz de encontrar dónde, ¿alguien me ayuda?) la conveniencia de tener todo el tiempo del mundo para escribir, o de verse atado a un contrato editorial que te compromete a poner manos a la obra e ir sacando material fuera. La mayoría de los participantes estaban de acuerdo en que el autor debería tomarse todo el tiempo que necesite para acabar su obra.

Sin embargo, también estábamos todos de acuerdo poco después, al decidir que no merece la pena estar corrigiendo un texto hasta el infinito.

Daniel Sada, Premio Herralde 2008, lo confirma:

Me regocija mucho estar corrigiendo. Si no me quitan el texto de la mano lo corregiré al infinito.

Lo cuenta en esta entrevista, donde también nos confirma los postulados que discutíamos hace un par de semanas sobre las bases de la prosa de Frank McCourt:

Yo no me guío por los temas; los temas no hacen literatura. Puedo generar la mejor historia del mundo, pero si no tengo definido el punto de vista, no resulta nada bueno.

Así que ahí tenéis otra de las ventajas de tener un editor que te arranque el manuscrito de las manos: te da la libertad de empezar el siguiente.

Vocablos ignotos

Al amigo Gastón Maillard le respondí privadamente una consulta la semana pasada y se ve que se ha aficionado, porque esta semana ataca con otra:

Mi pregunta es relativa al uso de palabras poco usuales en nuestro actuar cotidiano. Según dicen, una persona común no usa más de 300 vocablos.  ¿Qué pasa entonces con el lenguaje a utilizar?  Las personas adictas a la lectura comprenden y disfrutan del uso de la musicalidad de ciertas palabras y de su calce perfecto para realzar una frase.

Por ejemplo invoco los siguientes trozos de literatura.

«… siendo continuamente refrescado por la fina llovizna proveniente del agua salina al golpear contra las rocas y atomizarse en millones de partículas que transportadas por vientos suaves venidos desde lejanos e ignotos lugares del océano…»

«Mi labor fue bastante ardua para desaflojar las tuercas, centrar las ruedas y nuevamente asegurarlas con firmeza contra los pernos, quedando unas puntitas de los mismos sobresaliendo tímidamente, lo que exultaba mis sentidos.»

Y así por el estilo. ¿Qué te parece a ti?

La pregunta, amigo Gastón, está mal planteada. La cuestión no debería ser si usar palabras poco comunes o no, sino cuándo usarlas y por qué.

En el primer ejemplo, la palabra «ignoto» me parece mucho más común, en un contexto literario, que «atomizarse». Términos como este, «salina» o «partículas» tienen connotacions científicas que rompen el aire poético que la frase intenta conseguir con otros vocablos que apelan a la naturaleza («agua», «rocas», «vientos», «océano»). Y conste que he dicho frase donde debería haber dicho fragmento, porque semejante oruga verbal ni siquiera es una oración completa. Adivino que, sea lo que sea lo que el autor estaba intentando decir, el lector se ha perdido por el camino debido al exceso de paráfrasis y sobreadjetivación. Hemos empezado hablando de alguien (supongo, por lo de «refrescado») y en los puntos suspensivos todavía no ha terminado de hablar de las partículas.

No suelo contraatacar con mi propia redacción de textos ajenos pero en este caso lo voy a hacer. Yo habría escrito algo parecido a esto:

Las olas al romper refrescaban su rostro. La brisa portaba un aroma a especias de tierras lejanas.

¿Por qué he elegido palabras sencillas? Porque creo que reflejan mejor las sensaciones sencillas que se describen. Imagino que casi todo el mundo ha estado alguna vez delante del mar sintiendo el salpicar del oleaje, lo que hace innecesarias las descripciones detalladas. Al contrario, basta con evocar ese  momento para que el lector pueda rescatar sus propias sensaciones. Y atención, porque no sólo he elegido un vocabulario sencillo: también lo he estructurado en una sintaxis sencilla. La elección puede ser discutible, pero al menos es consistente.

De manera similar, el segundo ejemplo describe muy bien un trabajo técnico, para luego romper esa imagen de dedicación y profesionalidad al usar las palabras «exultar» y «sentidos», mucho más sensuales.

La elección de vocabulario es una cuestión de coherencia.

Pero más importante aún es utilizar las palabras con propiedad. ¿Qué errores hay en los dos ejemplos propuestos? Os doy de tiempo hasta mañana para responder.

Los clásicos

Este también pasa de aviones y moderneces y sólo lee clásicos.

Estaréis hartos de oírme decir que soy más de clásicos. Habría que precisar que los clásicos a los que me refiero son bastante recientes. La mayoría de mis lecturas se pueden emplazar en un margen de unos setenta años entre finales del siglo XIX y mediados del XX. Rara vez me atrevo a ir más atrás, por miedo a verme sobrepasado por la distancia sociocultural o meramente lingüística. Así, por ejemplo, me encantó Shakespeare cuando lo leí en la facultad, pero después no me he atrevido a retomarlo y lo sigo posponiendo. Lo más antiguo que he leído debe ser «Lisístrata«, que me pareció un poco aburrida pero cuyo juramento de castidad («… no elevaré mis piernas hacia el cielo…») aún me hace reír cada vez que me acuerdo.

Una de mis blogueras favoritas escribía hace pocos meses:

No creo que sea tan importante leer clásicos. Al fin y al cabo, si se leían en su época es porque no había nada mejor. Leo para divertirme. No leo para culturizarme, ni para ser mejor persona, ni para tener de qué hablar en los círculos gafapastiles. Leo para divertirme. Esto quiere decir que la elección de mis lecturas está determinada por un criterio básico: que me entretengan.

Personalmente, discrepo. Primero, porque no todo lo que se leía en su época habrá llegado hasta nosotros. Los textos menos interesantes, por dejadez de sus propietarios y a falta de más copias, se habrán perdido por el camino e incluso con algo de mala suerte los más interesantes, por audaces o críticos, se habrán ido perdiendo en las diversas quemas a lo largo de la historia, en monasterios medievales, cazas de brujas o campañas nazis. Del propio Aristófanes se estima que sobreviven menos de una cuarta parte de sus obras (que dicho sea de paso no se leían, sino que se veían representadas). Los clásicos que hayan llegado hasta nosotros no serán todo lo que hubo, pero es lo único que tenemos.

Y segundo, discrepo también porque los clásicos entretienen de diversas formas. Provienen de distintas épocas y culturas, así que meterlos todos en el mismo saco es un atrevimiento. A mí los clásicos siempre me resultan curiosos por una razón u otra. A veces descubres cuán temprana es una idea determinada (el gesto obsceno de levantar el dedo corazón data al menos del siglo V a.C.), o lo pronto que nació un cliché que hoy vemos repetido hasta la saciedad, bien sea una crítica a la monarquía o el mito vampírico. Otras veces descubres los significados que ciertas palabras tenían en otras épocas y, al verlas usadas en otros contextos, deduces cómo han llegado a adquirir su sentido actual. A menudo, simplemente, observas cómo vivía la gente en otros tiempos, como si de un «Gran Hermano» interdimensional se tratase. Todo eso me resulta de lo más entretenido.

Como escritores, además, tenemos cierto compromiso con la tradición literaria. Por ejemplo, la novela en que estoy trabajando describe un universo totalmente nuevo, así que, para «documentarme», añadí a mi cola de lecturas títulos como «Alicia en el país de las maravillas» o «Los viajes de Gulliver«. Este último, que ando leyendo estos días, me imponía cierto respeto porque se publicó en 1726 y dudaba mucho que tuviera algo que aportarme. Al contrario, me sorprendió descubrir la cantidad de temas que abarca. Estoy dando los últimos toques a una obra de teatro protagonizada por personajes de distintos tamaños (imaginad un «Cariño, he encogido a los niños» a la andaluza, para que os hagáis una idea), y no tengo chiste sobre tallas que Jonathan Swift no haya cubierto ya en sus «viajes» a Lilliput y Brobdingang. Más aún, sus ácidas críticas a los sistemas de gobierno occidentales son tan válidas hoy como lo eran hace casi trescientos años.

Total, que cuando Bloguzz me ofreció participar en la promoción de la nueva colección de RBA Los clásicos de Grecia y Roma pensé ¿quién dijo miedo? Contiene al amigo Aristófanes para que no se sigan perdiendo sus obras, al siempre citado y versionado Homero, las entretenidas fábulas de Esopo y así hasta 150 volúmenes. Los primeros ya están en mi buzón y pienso ponerlos no sólo como decoración en el estante sino también en la lista de espera. ¿Por cuál me recomendáis que empiece? ¿O por cuál empezarías tú?

El valor de las ideas

Las ideas no valen nada. La mitad de la gente dirá que a ellos nunca se les ocurriría una película, una novela, un juego. La otra mitad están llenos de ideas… y media humanidad es mucha gente. Si el oro o los diamantes tienen tanto valor por su escasez, por la misma regla de tres las ideas no valen nada porque ideas nunca faltan. Si acaso sobran.

Y si hay tantas ideas (buenas, se entiende), ¿por qué hay tantas malas películas, tanta literatura mediocre, tanto videojuego de argumento manido? Porque lo difícil es llevar una buena idea a buen puerto. ¿Cuántos trailers prometedores esconden películas aburridas? ¿Cuántas solapas interesantes encuadernan mala literatura? Una buena sinopsis no garantiza una buena historia, y es que del dicho al hecho, amigos y amigas, hay un trecho. Quien quiere ser buen escritor debe probar su valía a través de una novela completa (bueno, o colección de cuentos). También por eso tantos aspirantes a guionista dirigen sus propios cortos. Y del mismo modo, quienes quieren escribir videojuegos deben crear sus propios juegos.

Porque sólo de esa manera demostrarán que no sólo tienen una buena idea, sino que además saben qué hacer con ella: cómo la integran en un entorno jugable, cómo  manejan la interactividad del medio, cómo definen las voces de sus personajes y el aspecto visual que acompañará a su mundo.

En teoría, esas son tareas para los programadores, los diseñadores gráficos, los dobladores y demás. Y en la práctica del mundo profesional es así. Pero tal como está el mundillo, para entrar a ese mercado antes tendrás que demostrar que has sabido integrar tu trabajo dentro de todos esos aspectos, en definitiva: que conoces el medio.

La única forma de hacerlo es aprender otras disciplinas que te permitan, si no hacer todo el trabajo tú solo, al menos sí ser capaz de desarrollar buena parte del entramado técnico. Como llevamos diciendo toda la semana, los elementos de un videojuego están íntimamente relacionados, y cuantos más explores, mejor conocerás cómo se relacionan entre sí y más coherente será el resultado. Y sobre todo, cuanto más trabajo seas capaz de abarcar, más interesante será para otros trabajar contigo. Si quieres rodearte de un equipo de grafistas, músicos o programadores que te ayuden a realizar tu proyecto, necesitarás tener algo que ofrecerles más allá de «una idea». Cuantos más conocimientos y habilidades aportes, más probabilidades tendrás de que gente seria te tome en serio y se anime a colaborar contigo.

Ten en cuenta que no hace falta empezar de cero: existen multitud de motores diseñados para ayudarte a crear tus juegos. Ante mi ignorancia en este punto, cedo la palabra al amigo David García «Xander» que nos sugiere unos cuantos:

Los más famosos son Renpy, RPG Maker y GameMaker (y uno para hacer juegos de lucha, pero no creo que ese interese para escribir ;-). Mucha gente hace juegos en Flash. Luego está la posibilidad de hacer MODs de juegos de PC. Básicamente hay compañías que liberan el kit de desarrollo de sus juegos para que los usuarios puedan modificarlos o incluso crear juegos completamente nuevos. Por ejemplo, el de Valve con el motor Source de «Half-Life» o BioWare con las herramientas de «Neverwinter Nights 2». Este último es muy famoso, es fácil de usar y, como es de un RPG occidental, viene muy bien para practicar escritura. También está el reciente «Dragon Age», también de BioWare, que incluso te permite hacer cinemáticas, aunque bastante limitadas. Luego en shooters están las herramientas de juegos como «Gears of War», «Crisis» o «FarCry 3». Incluso «StarCraft 2» ha sacado su kit y tengo entendido que se pueden hacer virguerías con él, incluso cambiar de género y hacer un juego de acción en vez de uno de estrategia, por ejemplo. Vamos, que hay donde elegir.

Lo he dicho antes, hay que trabajar duro. Muchos aficionados piensan que es fácil: yo escribo, el otro dibuja, aquel programa, etc. En la práctica, esto nunca funciona, porque los grafistas y programadores preferirán trabajar sobre sus propias ideas y dirigir sus propios proyectos. Y aquí va una de esas grandes verdades que hace tan difícil el trabajo de un profesional del guión audiovisual:

Todo el mundo cree que sabe escribir.

Y si no me creéis, os lo cuento en la próxima.

Padres muertos III, el abuelo vivo

Usted tiene suerte, señor McCourt. Tuvo esa infancia miserable y así tiene algo sobre qué escribir. ¿De qué vamos a escribir nosotros? Lo único que hacemos es nacer, ir a clase, ir de vacaciones, ir a la universidad, enamorarnos o algo, graduarnos y seguir alguna profesión, casarnos, tener esos dos coma tres hijos de los que usted habla siempre, mandar los niños al colegio, divorciarnos como el cincuenta por cierto de la gente, engordar, sufrir el primer infarto, jubilarnos, morir.

Jonathan, esa es la visión más triste de la vida americana que haya oído en un aula. Pero acabas de listar los ingredientes de la gran novela americana. Has resumido las novelas de Theodore Dreiser, Sinclair Lewis, F. Scott Fitzgerald.

Creían que estaba bromeando.

Esa es la gran diferencia entre la literatura de género y la literatura «seria» o «de autor». En esta última, el contenido no importa tanto como el punto de vista. Si eres capaz de retratar acontecimientos cotidianos de una forma única, como sólo tú eres capaz de expresarlos, te has ganado un hueco en el olimpo de los escritores.

Así que sal, vive la vida, arranca la antena de la tele y haz todo lo que Jonathan dice, y además otro tanto, todo lo que puedas. Y si todavía te falta experiencia, canibaliza la experiencia de los demás.

Detalle del grupo escultórico "Rent Collection Courtyard" exhibido en el museo Schirn, Frankfurt (2009)

Siéntate con tu abuela. Deja que te cuente su historia. Todas las abuelas y abuelos del mundo tienen historias y si les dejas morir sin ponerlas en negro sobre blanco eres un criminal. Como castigo serás desterrado de la cafetería del instituto.

Sí, ja ja.

Padres y abuelos recelan de este súbito interés en sus vidas. ¿Por qué me haces tantas preguntas? Mi vida no es asunto de nadie y lo hecho, hecho está.

¿Qué hiciste?

No es asunto de nadie. ¿Es otra vez ese profesor tuyo? […]

Otros vuelven con historias de cómo le hacen a sus viejos una pregunta sobre el pasado y la presa revienta. Los ancianos no paran de hablar, siguen hasta la hora de irse a la cama y más allá, expresando el dolor de la pérdida, añoranzas por el Viejo Continente, amor por América. Las relaciones familiares se redefinen. Milton a sus dieciséis años ya no subestima al abuelo.

En la Segunda Guerra Mundial el abuelo hizo cosas increíbles. Como enamorarse con la hija de un oficial de la SS, que casi le matan por ello. […] Todos estos años el abuelo se sienta en su esquina y yo nunca le hablo ni él me habla a mí. Su inglés sigue sin ser gran cosa, pero eso no es excusa. Ahora le tengo en mi grabadora y mis padres, mis propios padres por el amor de Dios, preguntan, ¿Para qué te molestas?

Incluso nosotros, los escritores, somos como nuestros viejos: no creemos que nuestras historias importen. ¿Pero importan? La de McCourt es relevante, y sus libros se han vendido por millones.

Escribe. Tú eres el próximo.

Padres muertos II, alunizaje

Ayer vimos cómo una escena aparentemente trivial, incluso poco creíble, puede acarrear en realidad una fuerte carga emocional. Y eso no se consigue con grandes palabras abstractas que enfaticen los sentimientos de los personajes. Sólo necesitamos tener los datos apropiados, y de nuestra propia experiencia extraeremos el cómo sentirnos al respecto: el dolor de perder a un padre, el contraste entre la cena y el hospital, la soledad. Es el viejo «muestra, no expliques». Así es como construimos historias, escena a escena, añadiendo a lo que sabemos de antes. Fijaos cómo el diálogo no contiene marca alguna, sin embargo siempre sabemos quién está hablando y más aún, que el profesor se muestra escéptico frente a las respuestas de Daniel, todo a través exclusivamente se sus palabras.

Aquí tenemos otra historia sobre padres enfermos de otra estudiante de McCourt. El fragmento proviene del capítulo 16 de «El Profesor»:

photo by Álex Hernández-Puertas

Phyllis escribió una redacción sobre la noche en que Neil Armstrong llegó a la luna, y cómo su familia, reunida para la ocasión, daba viajes del televisor del salón al dormitorio donde su padre agonizaba, de un lado para otro, preocupados por el padre pero también por no perderse el alunizaje. Phyllis dijo que estaba con su padre cuando su madre llamó para que viera a Armstrong poner pie en la luna. Corrió al salón donde todos vitoreaban y se abrazaban hasta que sintió el impulso, un impulso primitivo de correr al dormitorio, donde encontró a su padre muerto. No gritó, no lloró, y todo su problema era cómo volver al salón para decirle a aquella gente tan feliz que papá se había ido.

Esto podría ser un microrrelato en sí mismo, porque cuenta más de lo que contiene: empieza antes del principio (podemos imaginar la larga enfermedad, los preparativos de reunir a la familia para el gran acontecimiento) y continúa más allá del final (cuando se sabe la noticia y las sonrisas se desdibujan).

Pero no hay que confundir una escena con un microrrelato o con una novela. Son cosas distintas. Difícilmente se puede construir una novela por muy buenas que sean sus escenas si las conexiones lógicas (y emocionales) no son satisfactorias. Y tampoco se puede decir que se dominan los fundamentos de la narrativa si sólo se juega a las adivinanzas de los microrrelatos.

Si algo le falta a los libros de McCourt es un sentido de la dirección, pero se les perdona porque son no-ficción. Los elementos autobiográficos pueden traer color y emoción a tu historia, le pueden imbuir (casi literalmente) vida, pero la vida real pocas veces tiene propósito, trama, dirección, sentido, tema. La ficción se alimenta de estos elementos. Manipúlalos a tu conveniencia. O como reza el dicho, nunca dejes que la verdad te estropee una buena historia. Estoy seguro de que ni el propio McCourt lo hizo.

Padres muertos I, la mesa de caoba

«El Profesor» de Frank McCourt, capítulo 14:

Cuando una lección flojeaba, cuando se despistaban, cuando demasiados pedían ir al baño, recurría al «interrogatorio gastronómico». Algún representante del gobierno o supervisor al cargo podría haber preguntado, ¿Esto es una actividad educativa relevante?

Sí, lo es, señoras y señoras, porque esto es una clase de escritura y por este molino pasa todo tipo de grano.

Comienza preguntándole a James lo que cenó la noche anterior, quién preparó la comida (su madre), quién puso la mesa (su hermana), de qué hablaron, si usaron mantel, todos los detalles del proceso. Las chicas protestan, la discusión se anima. McCourt le pregunta a otro alumno.

Daniel, ¿qué cenaste tú anoche?

Medallones de ternera en una salsa de vino blanco.

¿Qué tomaste con los medallones de ternera?

Espárragos y una ensaladita mixta con vinagreta.

¿Algún aperitivo?

No, sólo la cena. Mi madre dice que matan el apetito.

¿Así que tu madre cocinó los medallones?

No, la sirvienta.

Ah, la sirvienta. ¿Y qué hacía tu madre?

Estaba con mi padre.

Así que la sirvienta preparó la cena, ¿y la sirvió, supongo?

Claro.

¿Y cenaste solo?

Sí.

¿En una enorme mesa de caboa pulida, supongo?

Así es.

¿Bajo una gran araña de cristal?

Sí.

¿De veras?

Sí.

¿Tenías música de fondo?

Sí.

¿Mozart, supongo? A juego con la mesa y la araña.

No, Telemann.

¿Y entonces?

Escuché a Telemann unos veinte minutos. Es de los favoritos de mi padre. Cuando acabó la pieza llamé a mi padre.

¿Y él dónde estaba, si no te importa que te lo pregunte?

Está en el Hospital Sloan-Kettering con cáncer de pulmón y mi madre está siempre con él porque se va a morir.

Daniel, cuánto lo siento. Tendrías que habérmelo dicho y no dejar que te atosigara con mi interrogatorio.

No importa. Se va a morir igual.

El aula quedó en silencio. ¿Qué podía decirle a Daniel? El sagaz profesor-interrogador había jugado su juego y Daniel se había mostrado paciente. Los detalles de su elegante cena solitaria ocupaban el aula. Su padre estaba ahí. Esperábamos junto a la madre de Daniel, sentados junto a una cama. Nunca olvidaríamos los medallones de ternera, la sirvienta, la araña de cristal, y a Daniel sentado solo a la mesa de caoba mientras su padre moría.