Carlton Cuse, segundo padre de Perdidos, estuvo hace pocos días en Madrid impartiendo un curso sobre televisión.
Si alguien tiene algo que escribir, que lo escriba.
Más al grano, imposible.
Insiste en que la creatividad es más importante que la técnica. Esto es algo que su compañero de andanzas Damon Lindelof puso de manifiesto muchas veces a lo largo de la serie cuando se le ocurrían giros geniales que, analizados en frío, cojeaban. Aunque según se mire, se les puede perdonar:
Mientras él [J. J. Abrams] completaba una hora y media de película, nosotros hicimos 46. El trabajo más creativo ahora está en televisión.
Usted tiene suerte, señor McCourt. Tuvo esa infancia miserable y así tiene algo sobre qué escribir. ¿De qué vamos a escribir nosotros? Lo único que hacemos es nacer, ir a clase, ir de vacaciones, ir a la universidad, enamorarnos o algo, graduarnos y seguir alguna profesión, casarnos, tener esos dos coma tres hijos de los que usted habla siempre, mandar los niños al colegio, divorciarnos como el cincuenta por cierto de la gente, engordar, sufrir el primer infarto, jubilarnos, morir.
Jonathan, esa es la visión más triste de la vida americana que haya oído en un aula. Pero acabas de listar los ingredientes de la gran novela americana. Has resumido las novelas de Theodore Dreiser, Sinclair Lewis, F. Scott Fitzgerald.
Creían que estaba bromeando.
Esa es la gran diferencia entre la literatura de género y la literatura «seria» o «de autor». En esta última, el contenido no importa tanto como el punto de vista. Si eres capaz de retratar acontecimientos cotidianos de una forma única, como sólo tú eres capaz de expresarlos, te has ganado un hueco en el olimpo de los escritores.
Así que sal, vive la vida, arranca la antena de la tele y haz todo lo que Jonathan dice, y además otro tanto, todo lo que puedas. Y si todavía te falta experiencia, canibaliza la experiencia de los demás.
Siéntate con tu abuela. Deja que te cuente su historia. Todas las abuelas y abuelos del mundo tienen historias y si les dejas morir sin ponerlas en negro sobre blanco eres un criminal. Como castigo serás desterrado de la cafetería del instituto.
Sí, ja ja.
Padres y abuelos recelan de este súbito interés en sus vidas. ¿Por qué me haces tantas preguntas? Mi vida no es asunto de nadie y lo hecho, hecho está.
¿Qué hiciste?
No es asunto de nadie. ¿Es otra vez ese profesor tuyo? […]
Otros vuelven con historias de cómo le hacen a sus viejos una pregunta sobre el pasado y la presa revienta. Los ancianos no paran de hablar, siguen hasta la hora de irse a la cama y más allá, expresando el dolor de la pérdida, añoranzas por el Viejo Continente, amor por América. Las relaciones familiares se redefinen. Milton a sus dieciséis años ya no subestima al abuelo.
En la Segunda Guerra Mundial el abuelo hizo cosas increíbles. Como enamorarse con la hija de un oficial de la SS, que casi le matan por ello. […] Todos estos años el abuelo se sienta en su esquina y yo nunca le hablo ni él me habla a mí. Su inglés sigue sin ser gran cosa, pero eso no es excusa. Ahora le tengo en mi grabadora y mis padres, mis propios padres por el amor de Dios, preguntan, ¿Para qué te molestas?
Incluso nosotros, los escritores, somos como nuestros viejos: no creemos que nuestras historias importen. ¿Pero importan? La de McCourt es relevante, y sus libros se han vendido por millones.
Ayer vimos cómo una escena aparentemente trivial, incluso poco creíble, puede acarrear en realidad una fuerte carga emocional. Y eso no se consigue con grandes palabras abstractas que enfaticen los sentimientos de los personajes. Sólo necesitamos tener los datos apropiados, y de nuestra propia experiencia extraeremos el cómo sentirnos al respecto: el dolor de perder a un padre, el contraste entre la cena y el hospital, la soledad. Es el viejo «muestra, no expliques». Así es como construimos historias, escena a escena, añadiendo a lo que sabemos de antes. Fijaos cómo el diálogo no contiene marca alguna, sin embargo siempre sabemos quién está hablando y más aún, que el profesor se muestra escéptico frente a las respuestas de Daniel, todo a través exclusivamente se sus palabras.
Aquí tenemos otra historia sobre padres enfermos de otra estudiante de McCourt. El fragmento proviene del capítulo 16 de «El Profesor»:
Phyllis escribió una redacción sobre la noche en que Neil Armstrong llegó a la luna, y cómo su familia, reunida para la ocasión, daba viajes del televisor del salón al dormitorio donde su padre agonizaba, de un lado para otro, preocupados por el padre pero también por no perderse el alunizaje. Phyllis dijo que estaba con su padre cuando su madre llamó para que viera a Armstrong poner pie en la luna. Corrió al salón donde todos vitoreaban y se abrazaban hasta que sintió el impulso, un impulso primitivo de correr al dormitorio, donde encontró a su padre muerto. No gritó, no lloró, y todo su problema era cómo volver al salón para decirle a aquella gente tan feliz que papá se había ido.
Esto podría ser un microrrelato en sí mismo, porque cuenta más de lo que contiene: empieza antes del principio (podemos imaginar la larga enfermedad, los preparativos de reunir a la familia para el gran acontecimiento) y continúa más allá del final (cuando se sabe la noticia y las sonrisas se desdibujan).
Pero no hay que confundir una escena con un microrrelato o con una novela. Son cosas distintas. Difícilmente se puede construir una novela por muy buenas que sean sus escenas si las conexiones lógicas (y emocionales) no son satisfactorias. Y tampoco se puede decir que se dominan los fundamentos de la narrativa si sólo se juega a las adivinanzas de los microrrelatos.
Si algo le falta a los libros de McCourt es un sentido de la dirección, pero se les perdona porque son no-ficción. Los elementos autobiográficos pueden traer color y emoción a tu historia, le pueden imbuir (casi literalmente) vida, pero la vida real pocas veces tiene propósito, trama, dirección, sentido, tema. La ficción se alimenta de estos elementos. Manipúlalos a tu conveniencia. O como reza el dicho, nunca dejes que la verdad te estropee una buena historia. Estoy seguro de que ni el propio McCourt lo hizo.
Cuando una lección flojeaba, cuando se despistaban, cuando demasiados pedían ir al baño, recurría al «interrogatorio gastronómico». Algún representante del gobierno o supervisor al cargo podría haber preguntado, ¿Esto es una actividad educativa relevante?
Sí, lo es, señoras y señoras, porque esto es una clase de escritura y por este molino pasa todo tipo de grano.
Comienza preguntándole a James lo que cenó la noche anterior, quién preparó la comida (su madre), quién puso la mesa (su hermana), de qué hablaron, si usaron mantel, todos los detalles del proceso. Las chicas protestan, la discusión se anima. McCourt le pregunta a otro alumno.
Daniel, ¿qué cenaste tú anoche?
Medallones de ternera en una salsa de vino blanco.
¿Qué tomaste con los medallones de ternera?
Espárragos y una ensaladita mixta con vinagreta.
¿Algún aperitivo?
No, sólo la cena. Mi madre dice que matan el apetito.
¿Así que tu madre cocinó los medallones?
No, la sirvienta.
Ah, la sirvienta. ¿Y qué hacía tu madre?
Estaba con mi padre.
Así que la sirvienta preparó la cena, ¿y la sirvió, supongo?
Claro.
¿Y cenaste solo?
Sí.
¿En una enorme mesa de caboa pulida, supongo?
Así es.
¿Bajo una gran araña de cristal?
Sí.
¿De veras?
Sí.
¿Tenías música de fondo?
Sí.
¿Mozart, supongo? A juego con la mesa y la araña.
No, Telemann.
¿Y entonces?
Escuché a Telemann unos veinte minutos. Es de los favoritos de mi padre. Cuando acabó la pieza llamé a mi padre.
¿Y él dónde estaba, si no te importa que te lo pregunte?
Está en el Hospital Sloan-Kettering con cáncer de pulmón y mi madre está siempre con él porque se va a morir.
Daniel, cuánto lo siento. Tendrías que habérmelo dicho y no dejar que te atosigara con mi interrogatorio.
No importa. Se va a morir igual.
El aula quedó en silencio. ¿Qué podía decirle a Daniel? El sagaz profesor-interrogador había jugado su juego y Daniel se había mostrado paciente. Los detalles de su elegante cena solitaria ocupaban el aula. Su padre estaba ahí. Esperábamos junto a la madre de Daniel, sentados junto a una cama. Nunca olvidaríamos los medallones de ternera, la sirvienta, la araña de cristal, y a Daniel sentado solo a la mesa de caoba mientras su padre moría.
La clase comenta un poema («My Papa’s Waltz» de Theodore Roethke). Una estudiante llamada Ann toma la palabra.
Quizá sí, señor McCourt, pero hay que tener cuidado. Si dice uno algo negativo sobre lo que sea, los profesores se lo toman como algo personal y se enfadan. Mi hermana tuvo un problema con un profesor de inglés en Cornell por la interpretación que ella le daba a un soneto de Shakespeare. Él dijo que estaba totalmente equivocada, y ella dijo que un soneto se puede leer de cien formas diferentes, si no no verías mil libros de crítica shakesperiana en las bibliotecas, y él se cabreó y le dijo que la vería en su oficina. Ahí fue más amable y ella cedió y dijo que a lo mejor llevaba él razón y se fueron a cenar a Ithaca y yo me cabreé con ella por echarse atrás tan fácilmente. Ahora apenas nos devolvemos el saludo.
¿Por qué no escribes sobre eso, Ann? Es una historia peculiar, tu hermana y tú dejando de hablaros por un soneto de Shakespeare.
Podría, pero tendría que explicar todo el rollo del soneto, lo que él dijo, lo que ella dijo, y como no me gusta analizar significados y ella tampoco me habla, pues no tengo la historia completa.
¿David?
Invéntatelo. Aquí tenemos tres personajes: Ann, su hermana y el profesor, y luego está el soneto que causa todo el problema. ¡Puedes hacer lo que quieras con ese soneto! Cambia los nombres, aléjate del soneto, di que es una pelea enorme por «My Papa’s Waltz», y cuando te quieras dar cuenta tienes una historia que alguien quiere convertir en película.
¿Jonathan?
Sin ánimo de ofender, no se me ocurre nada más aburrido que una historia sobre una universitaria discutiendo un soneto con un profesor. Es que joder, perdón, con las cosas que pasan en el mundo, gente que pasa hambre y todo eso, y estos no tienen otra cosa mejor que hacer que discutir por un poema. Yo desde luego no compraría esa historia y no iría a ver la película ni aunque invitaran a toda mi familia.
Frank McCourt acabó su carrera como profesor de escritura creativa sin haber escrito un solo libro. Los libros vendrían después. Leyendo «El Profesor», uno diría que fue a través de sus alumnos como aprendió que las mejores historias se esconden en acontecimientos cotidianos.
Los estudiantes de escritura creativa del instituto Stuyvesant tendían a infravalorar sus propias experiencias como material para sus escritos. ¿A quién le va a interesar mi vida?, se decían. En esta semana monográfica dedicada a McCourt vamos a repasar algunas de las escenas que estos jóvenes compartieron en sus clases, para encontrar esas historias que McCourt nos trae a pesar de que ellos mismos en su día no las supieron ver.
Pero hoy vamos a hablar del propio McCourt y de dónde encontró sus historias. Quizá os reviente algunos detalles de su relato, pero estos libros son retratos y no se basan en una trama así que espero me lo perdonéis. El viernes ya os contaba de qué va cada uno de sus tres libros, estrictamente autobiográficos. Pero hay un detalle mágico que los une.
La primara novela concluye cuando, tras muchas tribulaciones, el ahora adolescente Frank consigue por fin comprar el pasaje que le saque de Irlanda. Así termina:
Yo me quedo en cubierta con el telegrafista mirando el titilar de las luces de América. Él dice: Dios mío, qué noche más buena, Frank. ¿No es éste un gran país?
De esa forma acaba el capítulo y aparentemente el libro, pero entonces pasas la página y descubres que queda un último capítulo, el XIX, cuyo texto completo reproduzco a continuación.
Lo es.
Con esa última frase, McCourt (el autor y el personaje) hace una afirmación que es una esperanza: que lo sea, que América sea la tierra prometida que tanto tiempo ha ansiado. Esas dos palabras encierran toda una historia, desde la esperanza a la comprobación y no sabemos si a la realización. Por eso dan título al segundo volumen, que cuenta esa historia.
Ayer terminé de leer el tercer volumen, El Profesor, cuyo final sigue una pauta parecida. Tras impartir su última clase antes de jubilarse, según se aleja por el pasillo, alguien grita a su espalda:
Eh, señor McCourt, debería usted escribir un libro.
Al pasar la página, el último capítulo reza:
Lo intentaré.
¿No resume esa frase toda una historia? Ese podría haber sido el título de un cuarto libro que contara los acontecimientos posteriores a su jubilación, el proceso de escritura y publicación de Las Cenizas de Ángela, su recepción, el éxito, la incredulidad del propio autor, encumbrado de profesor de secundaria a estrella mediática. ¿No hay una historia ahí? Frank McCourt supo encontrarla, y quizá sólo su muerte le impidió contarla.
La muerte va a ser un tema recurrente esta semana. Por ahora, ve encargando estos libros y preguntándote si tu vida no podría dar también para varios libros…
El estilo no debería interponerse en el lector y lo descrito. Debería ser lo más transparente posible.
Diana Athill
Di todo lo que puedas en el menor número posible de palabras, o puedes estar seguro de que tu lector se las irá saltando. Y dilo en palabras lo más sencillas posible, o puedes estar seguro de que las malinterpretará.
John Ruskin
El secreto de la narrativa popular consiste en no poner jamás en una página dada más de lo que el lector común puede absorber sin forzar su relajadísimo nivel de atención.