Padres muertos III, el abuelo vivo

Usted tiene suerte, señor McCourt. Tuvo esa infancia miserable y así tiene algo sobre qué escribir. ¿De qué vamos a escribir nosotros? Lo único que hacemos es nacer, ir a clase, ir de vacaciones, ir a la universidad, enamorarnos o algo, graduarnos y seguir alguna profesión, casarnos, tener esos dos coma tres hijos de los que usted habla siempre, mandar los niños al colegio, divorciarnos como el cincuenta por cierto de la gente, engordar, sufrir el primer infarto, jubilarnos, morir.

Jonathan, esa es la visión más triste de la vida americana que haya oído en un aula. Pero acabas de listar los ingredientes de la gran novela americana. Has resumido las novelas de Theodore Dreiser, Sinclair Lewis, F. Scott Fitzgerald.

Creían que estaba bromeando.

Esa es la gran diferencia entre la literatura de género y la literatura «seria» o «de autor». En esta última, el contenido no importa tanto como el punto de vista. Si eres capaz de retratar acontecimientos cotidianos de una forma única, como sólo tú eres capaz de expresarlos, te has ganado un hueco en el olimpo de los escritores.

Así que sal, vive la vida, arranca la antena de la tele y haz todo lo que Jonathan dice, y además otro tanto, todo lo que puedas. Y si todavía te falta experiencia, canibaliza la experiencia de los demás.

Detalle del grupo escultórico "Rent Collection Courtyard" exhibido en el museo Schirn, Frankfurt (2009)

Siéntate con tu abuela. Deja que te cuente su historia. Todas las abuelas y abuelos del mundo tienen historias y si les dejas morir sin ponerlas en negro sobre blanco eres un criminal. Como castigo serás desterrado de la cafetería del instituto.

Sí, ja ja.

Padres y abuelos recelan de este súbito interés en sus vidas. ¿Por qué me haces tantas preguntas? Mi vida no es asunto de nadie y lo hecho, hecho está.

¿Qué hiciste?

No es asunto de nadie. ¿Es otra vez ese profesor tuyo? […]

Otros vuelven con historias de cómo le hacen a sus viejos una pregunta sobre el pasado y la presa revienta. Los ancianos no paran de hablar, siguen hasta la hora de irse a la cama y más allá, expresando el dolor de la pérdida, añoranzas por el Viejo Continente, amor por América. Las relaciones familiares se redefinen. Milton a sus dieciséis años ya no subestima al abuelo.

En la Segunda Guerra Mundial el abuelo hizo cosas increíbles. Como enamorarse con la hija de un oficial de la SS, que casi le matan por ello. […] Todos estos años el abuelo se sienta en su esquina y yo nunca le hablo ni él me habla a mí. Su inglés sigue sin ser gran cosa, pero eso no es excusa. Ahora le tengo en mi grabadora y mis padres, mis propios padres por el amor de Dios, preguntan, ¿Para qué te molestas?

Incluso nosotros, los escritores, somos como nuestros viejos: no creemos que nuestras historias importen. ¿Pero importan? La de McCourt es relevante, y sus libros se han vendido por millones.

Escribe. Tú eres el próximo.

Padres muertos II, alunizaje

Ayer vimos cómo una escena aparentemente trivial, incluso poco creíble, puede acarrear en realidad una fuerte carga emocional. Y eso no se consigue con grandes palabras abstractas que enfaticen los sentimientos de los personajes. Sólo necesitamos tener los datos apropiados, y de nuestra propia experiencia extraeremos el cómo sentirnos al respecto: el dolor de perder a un padre, el contraste entre la cena y el hospital, la soledad. Es el viejo «muestra, no expliques». Así es como construimos historias, escena a escena, añadiendo a lo que sabemos de antes. Fijaos cómo el diálogo no contiene marca alguna, sin embargo siempre sabemos quién está hablando y más aún, que el profesor se muestra escéptico frente a las respuestas de Daniel, todo a través exclusivamente se sus palabras.

Aquí tenemos otra historia sobre padres enfermos de otra estudiante de McCourt. El fragmento proviene del capítulo 16 de «El Profesor»:

photo by Álex Hernández-Puertas

Phyllis escribió una redacción sobre la noche en que Neil Armstrong llegó a la luna, y cómo su familia, reunida para la ocasión, daba viajes del televisor del salón al dormitorio donde su padre agonizaba, de un lado para otro, preocupados por el padre pero también por no perderse el alunizaje. Phyllis dijo que estaba con su padre cuando su madre llamó para que viera a Armstrong poner pie en la luna. Corrió al salón donde todos vitoreaban y se abrazaban hasta que sintió el impulso, un impulso primitivo de correr al dormitorio, donde encontró a su padre muerto. No gritó, no lloró, y todo su problema era cómo volver al salón para decirle a aquella gente tan feliz que papá se había ido.

Esto podría ser un microrrelato en sí mismo, porque cuenta más de lo que contiene: empieza antes del principio (podemos imaginar la larga enfermedad, los preparativos de reunir a la familia para el gran acontecimiento) y continúa más allá del final (cuando se sabe la noticia y las sonrisas se desdibujan).

Pero no hay que confundir una escena con un microrrelato o con una novela. Son cosas distintas. Difícilmente se puede construir una novela por muy buenas que sean sus escenas si las conexiones lógicas (y emocionales) no son satisfactorias. Y tampoco se puede decir que se dominan los fundamentos de la narrativa si sólo se juega a las adivinanzas de los microrrelatos.

Si algo le falta a los libros de McCourt es un sentido de la dirección, pero se les perdona porque son no-ficción. Los elementos autobiográficos pueden traer color y emoción a tu historia, le pueden imbuir (casi literalmente) vida, pero la vida real pocas veces tiene propósito, trama, dirección, sentido, tema. La ficción se alimenta de estos elementos. Manipúlalos a tu conveniencia. O como reza el dicho, nunca dejes que la verdad te estropee una buena historia. Estoy seguro de que ni el propio McCourt lo hizo.

Padres muertos I, la mesa de caoba

«El Profesor» de Frank McCourt, capítulo 14:

Cuando una lección flojeaba, cuando se despistaban, cuando demasiados pedían ir al baño, recurría al «interrogatorio gastronómico». Algún representante del gobierno o supervisor al cargo podría haber preguntado, ¿Esto es una actividad educativa relevante?

Sí, lo es, señoras y señoras, porque esto es una clase de escritura y por este molino pasa todo tipo de grano.

Comienza preguntándole a James lo que cenó la noche anterior, quién preparó la comida (su madre), quién puso la mesa (su hermana), de qué hablaron, si usaron mantel, todos los detalles del proceso. Las chicas protestan, la discusión se anima. McCourt le pregunta a otro alumno.

Daniel, ¿qué cenaste tú anoche?

Medallones de ternera en una salsa de vino blanco.

¿Qué tomaste con los medallones de ternera?

Espárragos y una ensaladita mixta con vinagreta.

¿Algún aperitivo?

No, sólo la cena. Mi madre dice que matan el apetito.

¿Así que tu madre cocinó los medallones?

No, la sirvienta.

Ah, la sirvienta. ¿Y qué hacía tu madre?

Estaba con mi padre.

Así que la sirvienta preparó la cena, ¿y la sirvió, supongo?

Claro.

¿Y cenaste solo?

Sí.

¿En una enorme mesa de caboa pulida, supongo?

Así es.

¿Bajo una gran araña de cristal?

Sí.

¿De veras?

Sí.

¿Tenías música de fondo?

Sí.

¿Mozart, supongo? A juego con la mesa y la araña.

No, Telemann.

¿Y entonces?

Escuché a Telemann unos veinte minutos. Es de los favoritos de mi padre. Cuando acabó la pieza llamé a mi padre.

¿Y él dónde estaba, si no te importa que te lo pregunte?

Está en el Hospital Sloan-Kettering con cáncer de pulmón y mi madre está siempre con él porque se va a morir.

Daniel, cuánto lo siento. Tendrías que habérmelo dicho y no dejar que te atosigara con mi interrogatorio.

No importa. Se va a morir igual.

El aula quedó en silencio. ¿Qué podía decirle a Daniel? El sagaz profesor-interrogador había jugado su juego y Daniel se había mostrado paciente. Los detalles de su elegante cena solitaria ocupaban el aula. Su padre estaba ahí. Esperábamos junto a la madre de Daniel, sentados junto a una cama. Nunca olvidaríamos los medallones de ternera, la sirvienta, la araña de cristal, y a Daniel sentado solo a la mesa de caoba mientras su padre moría.

El placer de escribir

[…] Los asistentes eran estudiantes de periodismo, y tuve la oportunidad de tomarme unas cervezas con algunos de ellos. Se habló sobre todo de periodismo y admito que no me sorprendí demasiado al descubrir que aquellos estudiantes (de tercero) carecían de un periódico universitario y de blogs personales. De hecho, me dijeron, no escribían habitualmente.

-¿Para qué demonios estudiáis periodismo entonces? -les pregunté.

-La mayor parte de la gente de mi clase sólo quiere salir en televisión, -me dijo una de las estudiantes. Y añadió-: de hecho, varias compañeras ya se han puesto tetas.

Jose A. Pérez en Mi mesa cojea