Terror

Autocar nocturno

Me pareció extraño ver un hombre corriendo bajo aquella lluvia. Luego me fijé mejor: no corría como un hombre. Limpié con la manga del jersey el vaho de mi ventanilla. La figura trotaba medio erguida, pero cada pocos metros parecía apoyarse también por un instante sobre sus extremidades delanteras. En esos momentos se perdía entre las malas hierbas, para inmediatamente reaparecer de un salto y seguir adelante, a más velocidad si cabe.

El resto de los pasajeros permanecía dormido, o absorto en los televisores y en sus auriculares, en libros o en revistas, bajo las pequeñas bombillas de sus asientos. Apagué la mía y apunté hacia la ventanilla el pequeño conducto de la calefacción. Fuera seguía oscureciendo, una noche rasgada de agua en los cristales.

Por un momento creí haber perdido a la criatura. Supuse que la habríamos dejado atrás, pero al poco volví a vislumbrar la sombra de sus movimientos. Aún corría en paralelo a la carretera, quizá a menor distancia. Giró la cabeza y la luz del propio autobús se reflejó en sus ojos, que brillaron en la oscuridad como los de un gato, ojos grandes de oso, ojos negros de cuervo que nos miraban, parecían mirarme a mí directamente. Me sequé la frente, empezaba a hacer un calor endemoniado. Su rostro estaba cubierto de pelo y por el brillo del agua en su torso supuse que el resto de su cuerpo también. Con su paso irregular y acelerado, cambió de dirección para acercarse en línea recta, cada vez más rápido, hacia el costado del autocar, mientras agachaba la cabeza para embestir.

Fundido a negro

Mientras estudiaba las cámaras fotográficas del escaparate, advertí que otro cliente junto a mí levantaba la vista hacia los neones del rótulo, que parpadeaban con un zumbido inestable, cada vez más mortecino. El centro comercial había quedado en penumbra. Algunos dependientes, extrañados por el gradual descenso de la luz, cruzaban miradas dubitativas de un lado a otro del pasillo, mientras el tenue brillo de los enormes halógenos que colgaban del techo se seguía mitigando. Parecía que la iluminación dependiera de algún generador antiguo que se estuviese quedando sin combustible.

A lo lejos chilló una alarma, pero su sonido se debilitó velozmente hasta morir. Movidos por un acuerdo mudo, los clientes nos fuimos dirigiendo hacia las salidas, sumidos en un silencio inquieto. Nos detuvimos frente a las puertas, observando el exterior: un cielo gris de anochecer encapotado. Saqué el móvil para comprobar la hora, pero se había quedado sin batería. Quise preguntarle a un guarda de seguridad que golpeaba inútilmente su linterna, pero lo envolvieron las sombras antes de que pudiera alcanzarlo. No podían ser más de las cuatro de la tarde (tampoco las farolas se habían encendido) pero algunos transeúntes se introdujeron en el Centro para huir de la noche repentina. Poco después, según la oscuridad nos iba engullendo, comenzaron a escucharse los primeros gruñidos.